HABLEMOS DE FIESTA Y BAILADORAS DE FANDANGO

WILLIAM FORTICH DÍAZ

Cronista invitado

María Varilla, Candelaria Vacunare, Pabla Hernández Correa, Lucía Ochoa, Damiana Lagares y Ana Teodora Padilla, son parte de los embrujos que los espíritus ancestrales provocaron en estas tierras del Caribe, fecundados por los instrumentos que Diógenes trajo, pero también por el clarinete de Alejandro Ramírez, la tuba de José de la Encarnación Lugo Espinosa, el bombardino de Pablo Garcés, Raúl el Tito Guerra, el marcante de Martín, Gregorio el “Goyón”, Abraham Luna, Fernando Plaza, el bombo de Eustorgio Oliveros, Eustorgio “El Toyo Oliveros”, el redoblante de “Polo” Julio y los platillos de Dagoberto y Liborio.

María Varilla movía con garbo las caderas, sus hombros con suave quietud enmarcaban el moreno y bello rostro iluminado de alegría, mientras los pies como peces alados se deslizaban delicadamente sobre la superficie de la tierra. A veces parecían no tocar el suelo, María cabalgaba en el viento, ella misma era poseída por los dioses y Alejandro Ramírez elaboró una cosmogonía con el acompañamiento de los músicos. El encantamiento fue total, nació el mito brotado del corazón de la tierra y el hecho se extendió por el valle, el río, la ciénaga, el mar y la montaña.

De los orígenes de María Varilla nadie sabía nada, es como si hubiese nacido en la música y la danza, en el fandango, no obstante provenía de algún lugar cercano a la Ciénaga de Betancí, en un pueblo levantado sobre las ruinas de la capital del Finzenú. Era una mestiza color canela, cuajada en las artes y los oficios de los pueblos campesinos, indios, negros y blancos pobres, amantes de la vida y el trabajo. Su contextura delgada favorecía la elegancia de movimientos ágiles y gráciles, propios de una mujer virtuosa y enamorada. De ella hubo toda suerte de especulaciones que en vez de perjudicarla la engrandecieron.

Alejandro Ramírez se hizo el gran creador bajo el influjo de la tradición. Sus ancestros son un cruce de la cultura del interior del país con la ribereña. Su fugaz encuentro con María Varilla generó una profunda actividad creadora haciéndolo el compositor más reconocido por los músicos, quienes a su vez se convirtieron en arte y parte del proceso inspirador colectivo de la obra. No fue entonces difícil organizar la agrupación con los músicos para interpretar todas las obras de los compositores de esta región, homenajeando a la tradición que le dio brillo al pueblo.

Por eso, cuando se inició el concierto, la gente se entregó con alma, vida y corazón para percibir la perfecta afinación de cada instrumento, el acoplamiento, el balance acústico, la creatividad sobre la base del texto escrito en su reparto. Y con cada movimiento, la apreciación musical de los espectadores reconocía la exquisitez de la obra interpretada. La atención de todos expresadas en silencio, indicaba que habían llegado a oír y disfrutar la música, según las reglas de la tradición que, por supuesto, no impedía a los intérpretes, crear, innovar, romper con la música tradicional para crear nuevas obras que a su vez se convertirían en fundamento de la tradición futura. Este comportamiento confirmaba que la continuidad y el cambio no se oponen a la identidad musical. De todos modos, los miles de asistentes al concierto no querían desperdiciar ni un solo compás, siguiendo segundo a segundo cada uno de los instrumentos que protagonizaban el espectáculo más imponente que se hubiese visto jamás aquí. Ésta es la cuna de la música, cuya conmemoración debe realizarse en el mes de Junio, decían algunos. Y cuando comenzaba una nueva obra, la reconocían de inmediato con un sacudimiento interior que, sin embargo, les exigía quedarse allí, identificando compositores y corrientes musicales, ritmos y temas conocidos en la voz del extraño instrumento que había popularizado la banda Ribana, con la ayuda de un brujo que vivía en una casa humilde criando morrocoyes

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