Por: Julio Francisco Ruiz Miranda
Ex Procurador Judicial Administrativo ante el Tribunal Administrativo de Córdoba.
Ante la próxima expedición de la Ley, por medio de la cual promulga “El estatuto de conciliación”; resulta indispensable referirse someramente a la cuestión que motiva el título de este ensayo, el cual trasciende la literalidad de su texto normativo para abordar algo de su alma profunda, como es la figura del conciliador.
Nada hace más daño a la institución de la conciliación, que el mal manejo o conducción de la audiencia de esta índole, por parte del rector de la misma.
El conciliador debe ser, sin atenuantes, un espejo de decencia, un pedagogo de la enseñanza, un practicante de la cordialidad y un maestro de la paciente escucha.
A contrario sensu, la actitud atorrante, grosera, prepotente, arrogante, burda y mal educada de quien funge como conciliador, introyecta a esta institución un petardo nocivo y patológico, que la deteriora y detona como mecanismo alternativo de solución de conflictos. El comportamiento indecente del conciliador desnaturaliza esta herramienta de paz y concordia, y la troca en arma de agresión y hostilidad. El conciliador debe ser marco, modelo y ejemplo del buen comportamiento humano y ciudadano exteriorizando consecuentemente la práctica de la amabilidad, la cortesía, la urbanidad y las buenas costumbres.
El Conciliador debe ejercer su labor por vocación, amor, disposición y no solamente por ser una obligación funcional. La misión conciliatoria se debe ejercer con absoluto respeto y consideración hacia las partes bajo cualquier circunstancia y modalidad, ya sea que la audiencia que se efectué de manera virtual o presencial, por la por la potísima razón de que estos valores trascienden cualquier ámbito y medio.
El Conciliador es en esencia un mediador, un facilitador, un árbitro, un amigable componedor que debe demostrar no solo conocimiento del conflicto, del ordenamiento jurídico, de la jurisprudencia y la doctrina, sino especialmente acreditar decencia, buenos modales, equilibrio y ponderación, puesto que, un comportamiento antagónico en estos principios y valores ocasiona estrepitosamente la desgracia de la conciliación, más por desprestigio que por bajo resultados de logros.
En este sentido, podemos afirmar que una diligencia sin acuerdo, pero bien realizada, es dable de calificarse como exitosa; pero paradojicamente,una audiencia con acuerdo, pero mal conducida, puede estimarse como un fracaso por el ríspido ambiente que la rodeó.
En este orden de ideas, el Conciliador debe ser figura importante por inspirar seguridad y confianza por su decencia y no por proyectar hostilidad, petulancia y repelencia; ridiculizando o perturbando el mundo ontológico de las partes.
El empleo de calificativos o señalamientos ofensivos que causen desazón o molestia a las partes, no solo resulta censurable ética y funcionalmente, sino la palmaria manifestación de una conducta rayana o constitutiva de sanción disciplinaria.
El Conciliador cualquiera que sea su investidura: pública o privada, debe estar liberado de disturbios emocionales que lo arrastren a generar un conflicto con el entorno, lo cual resulta absurdo, en tanto lo que debe hacer es resolver el diferendo que las partes han puesto en sus manos y no incrementarlo. Es por ello, que el conciliador no puede estar subjetivamente imbuido de antipatías y prevenciones o tener animadversión hacia a alguna de las partes, so pena de obrar en contra vía de la carta de valores que guía la conciliación y a la institución que pertenece.
Un conciliador indecente, o, exponente de los antivalores anteriormente reseñados, no puede desempeñarse como tal, en razón a que le ocasiona un daño tremendo a una figura creada para blandirse como instrumento de paz; le causa una lesión a la institución que lo legitima y en cuyo nombre actúa, y descredito ante el poder ciudadano.
El Conciliador debe serlo no solamente por remuneración salarial, sino desempeñarse como tal colmado de un espíritu de pertenencia y compromiso con la paz del país, al propugnar por la resolución de sus conflictos en todos los niveles, clases y latitudes.
Causa infinito dolor cuando se tiene conocimiento certero que un Conciliador ha actuado como dechado de mal ejemplo, a partir del empleo de actitudes y expresiones grotescas, humillantes e irrespetuosas que de suyo degradan el cumplimiento de los objetivos misionales de la institución que regenta.
El conciliador no debe olvidar jamás que “lo cortés no quita lo valiente”, y que la prepotencia y la arrogancia nunca demuestran poder, sino debilidad e incapacidad. Debe tener siempre presente las máximas que enseñan que “el sabio es sencillo y el arrogante es considerado ignorante”
El erostratismo del conciliador conspira gravemente contra la nobleza de tan importante institución próxima a cumplir 30 años de edad en la esfera contenciosa administrativa